viernes, 25 de febrero de 2011

El cura y yo III



Durante un tiempo, Julián y yo dejamos de vernos. Era lo más prudente teniendo en cuenta la situación. Alguien nos había visto y no teníamos ni idea de quién podía ser. Si se chivaba, el escándalo que se armaría sería mayúsculo y, las consecuencias que ello podía tener para nosotros,  no las quería ni imaginar.

Para pesar de mi mujer, volví a mi antigua rutina de visitar la iglesia sólo los domingos. Siempre era igual, llegaba, escuchaba la misa y tomaba la comunión. Ese era el único momento en el que me encontraba cara a cara con Julián. Los dos nos mirábamos con la misma expresión de tristeza, me daba la ostia de la misma manera que a todo el mundo y yo me iba por el mismo lugar que los demás. No nos convenía que se notase que alguna vez hubo una relación especial entre nosotros porque, si algún día nuestro mirón se decidía a contarlo, cuanto más distante y fría fuera nuestra relación más difícil le resultaría a alguien creérselo.

Fueron varias las semanas que estuvimos así hasta que, un domingo, Julián alteró nuestra rutina. Antes de dar comienzo a la misa, cuando los feligreses esperan fuera comentando la vida del prójimo en pequeños corrillos, el cura se acercó un momento a mí.
-Ven mañana, al anochecer.

No me dijo nada más y se fue. Me quedé con la intriga de saber qué era lo que quería. Estuve durante toda la misa pensando en ello, pero no se me ocurría nada. Mientras nos sermoneaba, me fijé en  su cara y fui incapaz de descifrar su expresión. Tenía el mismo semblante de indiferencia que ponía siempre que daba misa. Como si aquello no fuera con él.

Al día siguiente, cuando el sol comenzaba a ponerse, acudí intrigado a la cita con la esperanza de poder repetir una vez más lo que tanto placer nos había dado. Allí, pude descubrir que él me estaba esperando sentado en uno de los bancos.  Me sonrió como si se hubiese quitado un gran peso de encima y no tuviese que preocuparse de nada. Le sonreí yo también un poco dubitativo y se acercó corriendo a mí.
-¡Ven! Te tienes que esconder- Me dijo agarrándome del brazo y arrastrándome por el pasillo central de la iglesia.
-¿Qué es lo que pasa?
-Ahora verás.
Cuando llegamos a la primera fila de bancos, me obligó a torcer y seguir por uno de los laterales hasta el confesionario.
-Métete aquí y que no se note que estás.

Quise preguntarle qué era lo que estaba pasando, pero no me dejó. Cuando iba a abrir la boca me puso un dedo en los labios, me sonrió de nuevo, me empujó dentro y cerró la puerta. Gracias a la rejilla que tenía, desde fuera era muy difícil darse cuenta de que dentro había alguien, pero desde el interior se podía ver perfectamente todo lo que ocurría en el exterior del pequeño cubículo. No tenía ni idea de por qué había querido que me metiese ahí y fingiera no estar, pero estaba claro que algo iba a pasar.

La espera se me hacía eterna pero, por suerte, el asiento del confesionario era comodísimo. Menudo contraste había entre este, acolchado y blandito, y los bancos, duros y de fría madera, donde el populacho se tenía que sentar. Desde la comodidad que ese trono me servía, podía observar como Julián se empezaba a impacientar por algo que todavía no me había sido revelado. Caminaba de una lado para otro a lo largo del pasillo central y jugueteaba con sus dedos nerviosamente. Pero la espera no duró mucho más. Pasados unos minutos, se oyó el ruido de alguien que entra en la iglesia y Julián desapareció de mi vista para ir a mirar. Yo no podía ver desde donde estaba lo que pasaba en la entrada pero podía oír perfectamente el ruido amortiguado de dos voces y el sonido metálico de una cerradura que se cierra con llave.
-Pongámonos cómodos.- Pude distinguir que decía Julián.

Escuché como Julián y quien le acompañase se acercaban por el ruido de sus pasos y no tardé en ver como el cura de nuestro pueblo indicaba a un hombre que se sentase en el banco de la primera fila que más cerca me quedaba. En un principio, no fui capaz de distinguir bien quién era él pero, cuando se sentó y giró un momento la cara hacía el confesionario para mirar lo que le rodeaba, pude reconocerle a la perfección. Era Angelito, un joven cuatro o cinco años más joven que yo al que no se le había conocido ningún romance por el pueblo. Probablemente fuera, como se especulaba entre los vecinos, porque era algo beatillo y quería convertirse en monje.

Ángel era algo alto y espigado. Tenía el pelo de color castaño y rizado. Su cara era bastante normal, cejas finas, nariz recta, tez morena  y labios normales. No era increíblemente guapo pero tampoco era feo.

Los dos se sentaron juntos, uno al lado del otro, como la primera vez que Julián y yo nos quedamos solos. Mi curita parecía tranquilo. Tenía una pierna doblada sobre el banco y un brazo apoyado en el respaldo de manera que podía mirar directamente a Ángel. Éste, sin embargo, parecía un poco más incómodo. Estaba sentado sin apoyar la espalda, con los antebrazos estirados sobre sus piernas y las manos agarrando sus rodillas.
-¿Qué tal tu día?- Preguntó Julián con la clara intención de romper el hielo.
-Bien ¿Y el tuyo?
-Un poco aburrido- Puso Julián una mueca de fastidio que pronto dejó paso a una de sus más lascivas miradas.- Pero aun le quedan muchas horas y puede mejorar.
Ángel captó a la perfección los pensamientos que debían rondar por la cabeza de Julián pero, al contrario de lo que hubiese hecho yo, los ignoró y agachó de nuevo la cabeza.
-No estoy seguro de que sea bueno hacer lo que me propusiste.- Susurró débilmente Ángel.
-¿El qué? ¿Follar?- Le preguntó el cura inocentemente sorprendido. – ¡Claro que es bueno! ¿No te diste cuenta de lo bien que nos lo estábamos pasando Francisco y yo el otro día? ¡Es algo genial!
¡Él fue quien nos pilló! Acababa de enterarme y no podía dejar de preguntarme cómo había logrado enterarse Julián de quién era. Era algo que le tendría que preguntar.
- Es pecado, podemos ir al infierno.
-¿Pecado? Yo no lo creo así. Si Dios existiese sería un gran  cabrón si enviase a alguien al infierno por pasárselo bien de una manera tan inocua para el resto de sus creaciones. Pero aun así, si existe él es tu creador, hagas lo que hagas es su culpa por haberte hecho así. Tú no te preocupes, el que irá al infierno será él.
Las palabras de Julián hicieron sonreír a Ángel. ¡Menudo hereje estaba hecho el cura! Si llega a decir eso en una misa normal, le queman en el mismísimo púlpito.
- Eso es verdad. Es un poco tonto preocuparse por cosas así. –Rió Ángel.
-¡Claro que es tonto!-Rió Julián también.- Actúa como si no existiese y después, por si acaso, te arrepientes un poco, rezas tres avemarías y te aseguras el cielo.
Ángel volvió a reír.
-Creo que te haré caso.- Cambió Ángel de opinión.- ¿Qué es lo que tengo que hacer?
-Déjamelo a mí. Yo te enseño.

Julián se acercó aun más a Ángel. Éste parecía algo tenso pero, en el momento en el que el sacerdote se pegó a él y comenzó a besarle delicadamente el cuello, cualquier atisbo de nerviosismo desapareció. Desde mi privilegiada posición pude ver perfectamente como cerraba los ojos y se dejaba llevar por el placer. Superando todas sus dudas, Ángel retorció su cabeza y buscó la de Julián para devolverle la caricia en sus propios labios. ¡Qué beso! Fue mucho mejor que el de las películas que se veían en los cines. Pero no duró mucho. La pasión desbordó a Julián que se separó un momento, se quitó los zapatos con dos acertados pisotones en los talones, levantó un poco el culo del asiento y se sacó la sotana por la cabeza. Salvo por los calcetines, quedó desnudo para Ángel. Y para mí.

Estaba igual que siempre, delgado, no muy alto, blanquito y, como todo cura con buena voluntad de servicio, con la verga enhiesta. La visión de todo aquello provocó que mi pene despertase de la misma manera que el suyo por lo que, con mucho cuidado de no hacer ningún ruido, me abrí la bragueta, me la saqué y comencé a masturbarme tranquilamente seguro  de que iba a tener el tiempo suficiente para quedar completamente satisfecho.

Ángel tampoco pudo resistir la visión del cura desnudo e intentó acercarse al miembro del sacerdote pero éste se lo impidió abalanzándose sobre él.  Desabotonó la camisa de Ángel en un momento, bajó la cremallera de sus pantalones y se los quitó tirándolos de cualquier manera por allí en medio. Ángel quedó tan desnudo como Julián dejando a mi privilegiada vista contemplar un torso perfecto y un sexo muy apetecible un poco más grande de lo habitual.

Sin resistirse ni un ápice a la lujuria, Julián se abalanzó por segunda vez sobre Ángel estirándole sobre el banco y tumbándose sobre él.  Volvieron a besarse aunque, esta vez, de una manera más animal, como si intentasen devorarse la boca el uno al otro. Fue como una guerra que perdió Julián. El cura terminó cediendo para dedicarse a atacar  primero el cuello de Ángel, luego sus tetillas y, por último, su ombligo. Ángel no le dejó llegar a más porque, decidido a llevar el mando, se incorporó y se abalanzó de nuevo sobre la polla que tantas veces antes yo había probado.

Ese gesto tan decidido obligó a Julián a reprimir un gemido que probablemente habría sonado demasiado alto y a mí, a acelerar el ritmo de mis caricias. Desde donde estaba, no podía ver muy bien como la engullía pero podía contemplar perfectamente como la cabeza de Ángel se levantaba y se hundía entre las piernas de Julián continuamente. Al poco rato, mi cura posó una de sus manos sobre la cabeza del que le estaba procurando tanto placer e imprimió un ritmo más alegre a la felación.

Aquello no duró mucho porque, para mi sorpresa y la de Julián, Ángel se resistió y abandonó su tarea. Se puso de pie, se escupió un buen salivazo en la mano y esparció el líquido por el interior de sus propias nalgas. Contrariamente a lo que cualquiera hubiese esperado de un beatillo como él, Ángel acababa de dejar claro con aquel gesto que el quería llevar las riendas de la situación y Julián, en lugar de amedrentarse por estar en una posición tan poco usual en él, se excitó todavía más.

Cuando Ángel consideró que estaba listo, se acercó al banco y se puso de rodillas sobre él de la misma manera en la que se puso Julián la primera vez que lo hicimos, dejando que el cura quedase entre sus piernas. Con una mano, sujetó el pene,  lo colocó a las puertas de su ano y, sin asomo de vacilación, se sentó sobre él. Aun así, no llegó a entrar mucho porque rápidamente se lo sacó con un gesto de dolor.
-Tranquilo, hazlo despacio.- Le dijo Julián ahogado por el placer.

Por mucho que Ángel quisiese aparentar cierto dominio, era evidente que esa era la primera vez que hacía eso y no tenía ni idea de lo que podía doler hacer las cosas sin cuidado. Por suerte, su primer fracaso no le hizo ceder en su empeño y lo volvió a intentar de nuevo más lentamente. Entró un poco y paró un momento, entró otro poco más y volvió a parar. Todavía le quedaba un trozo bastante más grande que los otros pero el muy cabezota se lo metió de golpe. ¡Qué mueca! Aquello le dolió, se notó en su cara, pero esta vez no retrocedió ni un milímetro y aguantó apretando con sus manos, quizás un poco más fuerte de lo normal, los hombros de Julián. No le costó mucho recuperarse porque, menos de un minuto después, Ángel levantó su redondito culo lentamente liberando de su prisión el báculo sagrado para volverlo a aprisionar a los pocos segundos. Ángel se levantaba y se volvía a sentar, cada vez un poquito más rápido, dejando que el pene entrase y saliese cada vez con mayor facilidad.

Ver aquello era realmente excitante y, de alguna manera influido por aquel espectáculo,  aumenté el ritmo con el que me masturbaba. Si en aquella iglesia hubiese habido alguien rezando, seguro que habría oído los chasquidos de mi húmedo pene siendo agitado. ¡Qué delicia poder ver todo aquello! Sin estar participando en lo que hacían, estaba disfrutando tanto como ellos. Masturbarse sin tener que recurrir a la imaginación era una experiencia genial muy novedosa para mí en aquella época. Podía verlo todo y mis ojos estaban siendo deleitados con la visión más excitante que jamás había visto, el hombre que más me gustaba en el mundo estaba penetrando a uno que jamás creí posible que se le pudiera hacer algo así. No podía parar de tocarme, el ritmo al que me veía obligado a reprimir gemidos aumentaba, mi respiración se volvía entrecortada y oleadas de placer invadían todo mi cuerpo. ¡Qué gustito! No iba a poder aguantar mucho más. Cuando escuché un gemido mal reprimido de Ángel, me corrí. Fue una de las  eyaculaciones más espectaculares de toda mi vida, para desgracia de la puertecita del confesionario, y quedé tan satisfecho como para sopesar la posibilidad de abandonar mi papel de mirón para descansar un poco pero, por suerte, seguí mirando.

Ángel seguía con su tarea de penetrarse a sí mismo con el pene de Julián. En esos momentos, el ritmo era bastante rápido y la cara de los dos reflejaba placer. La de Julián, quizás, reflejaba un poco más pero éste no era tan acuciante como para impedirle lamer el pecho de Ángel. Los dos se lo estaban pasando estupendamente y Ángel correspondió a la lamida con un formidable beso en la boca. Julián movió una de sus manos para agarrar el pene de Ángel, que botaba alegremente tieso sobre su pecho, y comenzó a masturbarlo. Sin embargo, no duró mucho en su propósito porque el orgasmo se acercaba también a él. Los pies del cura se estiraron, sus músculos se contrajeron, su cuello se estiró y su cabeza quedó mirando al cielo en completo éxtasis. Un gemido continuado y no peligrosamente fuerte escapaba por su boca, en la que se podía apreciar, por el brillo, un fino hilo  de baba.  Por su lado, Ángel, que no perdía detalle  de lo que le ocurría al cura, redujo lentamente el ritmo de la penetración hasta que quedó tranquilamente sentado sobre las piernas de Julián.

El espectáculo, sin embargo, aun no terminó. Ángel se puso de pie y acercó su pene a la cara de Julián. El cura, con el pene ya flácido y dispuesto a devolver el placer que le había dado, abrió la boca y suavemente dejó que entrara hasta que su nariz rozó el pubis de Ángel. La visión de aquel pene perfecto con su glande completamente libre y su tronco apuntando hacia el cielo rozando los carnosos labios de Julián y entrando en su caliente boca me volvió a excitar. Julián colocó sus manos sobre las nalgas de Ángel, que estaban cubiertas por una ligera capa de resplandeciente vello, y comenzó a deslizar su boca a lo largo del pene.  Lentamente, Julián dejaba que el pene saliese casi por completo y se lo volvía a meter igual de despacio, dándole tiempo a la lengua para que pudiese acariciarlo completamente. Poco a poco, el ritmo fue aumentando y, de igual manera como hizo Julián antes, Ángel comenzó a reprimir mal sus gemidos. Mientras que la cara del cura reflejaba la entrega característica de su profesión, la de Ángel mostraba un gran placer. La mano de Ángel que quedaba más lejos de mí acariciaba pasionalmente el cuello y el omoplato de Julián como intentando empaparse de la suavidad de la piel que tocaba. Su boca permanecía abierta para recuperar el aire que perdía más rápido. Aquello, como le hubiese pasado a cualquiera en su lugar, le estaba gustando mucho. Y todavía le gustó más cuando Julián aumentó el ritmo de lo que hacía. Su cara se desencajó y, poco tiempo después, llegó también al orgasmo.

Ángel quedó exhausto pero bastante feliz, se le notaba en la cara y Julián continuó lamiendo hasta que el pene se quedó completamente blando. Después, Julián se levantó y abrazó a Ángel. Los dos se fundieron en el último beso que vería aquél día y que, mas tarde, sabría que contenía en su interior el semen de Ángel. Cuando hubieron terminado, los dos se sentaron en el banco y el espectáculo se acabó.

La iglesia se sumió en el silencio hasta que Julián habló.
- Te absuelvo de todos tus pecados en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo.- Sentenció el cura sonriendo.- Ahora vístete y vete a casa. Ven mañana cuando anochezca y te presentaré a un amigo.

Los dos se vistieron y se alejaron de mi campo de visión. Pude oír de nuevo el sonido  metálico de una cerradura y los murmullos de la despedida. La puerta se volvió a cerrar y pude escuchar claramente como alguien corría a lo largo de la iglesia. Pocos segundos después Julián abría la puerta que me escondía.
-¡Éste ya no se chiva!- Exclamó alegremente con una sonrisa de oreja a oreja.
-¿Cómo supiste quién era?
-Secreto de confesión. – Dijo de la manera más profesional que pudo.

Sin embargo, su expresión cambió cuando vio mi pene totalmente tieso. Se abalanzó sobre él y aquella fue la última vez que estuvimos los dos solos en aquella iglesia.

El cura y yo II



Después de mi boda, mis visitas a la iglesia se hicieron cada vez más frecuentes. Si antes iba sólo los domingos, desde que tenía mujer iba por lo menos dos o tres veces a la semana y, si no hubiese sido porque tenía que trabajar, no me hubiera importado visitar la casa de Dios todos los días. Y a mi querida esposa tampoco, ella era feliz de que viviese la fe de su misma manera. Le encantaba apremiarme para que visitase al cura del pueblo cuando tenía tiempo libre y yo, encantado de lo buena que era, le daba un tierno beso en la mejilla, le decía hasta luego y me iba a ver a Julián.

Un día cuando llegué a la iglesia, Julián hablaba con una anciana que estaba casi siempre allí. Cuando me vio, me saludó y me dijo que le esperase dentro. Yo, como buena oveja que sigue a su pastor porque sabe que le dará de comer, le hice caso y entré. Era el atardecer del verano y el sol se encontraba bastante bajo por lo que su luz llegaba directa a las vidrieras llenando el lugar de color y otorgándole un toque festivo ideal para lo que iba a ocurrir allí.  Mientras esperaba me di una vuelta por la nave para matar el aburrimiento de la espera. Contemplé los santos que había a un lado, contemplé los que había al otro, conté los bancos y me acerqué al altar. Suspiré de aburrimiento. Julián aun no había recogido las ostias y el vino por lo que, teniendo en cuenta que la misa había acabado hacía más de una hora,  llevaba hablando con esa mujer una eternidad. ¿Por qué no se irá a su casa de una vez?  ¿No sabe que Dios está en todas partes y que allí también le encontrará?

Preguntándome cosas como esas estaba cuando oí como cerraban la puerta. Miré hacía el lugar de donde procedía el ruido y vi como Julián aparecía por la puerta que da a los bancos y me sonreía. Unos pocos segundos después, sin dejar de mirarme, se quitó toda la ropa  y quedó desnudo. ¡Menudo espectáculo para la vista! Era imposible cansarse de verlo. Se acercó lentamente hasta donde estaba yo, despreocupadamente como si fuese lo más natural de mundo, cogió un puñado de ostias y se las comió con glotonería.
-¿Quieres unas pocas? Son el cuerpo de Cristo, seguro que te ayudan a no caer en el pecado.
-Dudo que eso pueda evitar que peque ahora mismo.- Le contesté rechazando lo que me ofrecía y acercándome a él.
-Menuda lástima. Bueno, cuando hayas terminado de violar los preceptos de nuestro amado señor, me lo dices y te confieso.- Se rió mientras estiraba el cuerpo para coger el cáliz con el vino. –Así no irás al infierno.

Me puse frente a él y le miré de la manera más lasciva que sabía. Él dio un trago largo al vino sin preocuparse de que éste se le escapase por las comisuras de la boca y le resbalase por el cuello, el pecho, la barriga y el pubis. ¡Menudo hereje estaba hecho! No pude contenerme más, me lancé contra su boca como si el demonio me hubiese poseído, sorprendentemente sabía a galleta, y poco a poco fui limpiando todo rastro de vino. Cuando llegue a su pecho, me deleité un ratito con cada una de sus tetillas y, como agacharme más se me hacía incomodo, le cogí por la cintura y lo levanté hasta que quedó sentado en el altar. De esa manera ya podía seguir con lo mío tranquilamente. Lamí lo que quedaba del rastro de vino lentamente, deleitándome con el sabor de cristo, hasta que llegué al ombligo, que besé con cariño. Me incorporé hasta que nuestros ojos quedaron a la misma altura, nos miramos y le empujé suavemente en los hombros para que se tumbase en el altar.

Se dejó hacer y yo me dispuse a hacerle algo que nunca antes le había hecho. Su pene estaba duro como una roca y apuntaba como una flecha potente y orgullosa a su cara. Sin ningún tipo de remilgo, se lo cogí y me lo metí en la boca hasta que mi nariz se hundió en su bello púbico. ¡Qué bien olía! Comencé a sacármela lentamente, asegurándome de que mis labios le rozasen toda la piel y provocándole con ello estremecimientos de placer. Rozaba con mi lengua su glande, acariciaba su frenillo y la metía entre los pliegues de su enrollado prepucio. ¡Qué sabor y suavidad! Me la metía, la sacaba y me la volvía a meter elevando el ritmo mientras él suspiraba y gemía cada vez más. Pero no quería que todo se acabase tan rápido por lo que, cuando él estaba a punto de tocar el cielo, paré y le di un besito en la punta del glande.
-Creo que bastará con esto por ahora.- le dije.
Se incorporó e hizo un mohín de fastidio, pero rápidamente volvió a su cara una sonrisa traviesa.
-Me toca a mí- Dijo antes de darme un mordisquito en la nariz.

Se levantó y me desnudó. Primero me desabotonó la camisa dejando al descubierto mi torso. ¡Qué suaves eran sus dedos! Luego me desabrochó el pantalón y lo dejó caer.  Me obligó a quitarme los zapatos y los calcetines y paró un momento para contemplar su obra.  Parecía que le agradaba lo que veía porque su pene continuaba erecto, y el mío también. Después de darle el visto bueno a su obra, me quitó lo que quedaba de ropa y se colocó a mis espaldas. Podía sentir perfectamente el calor de su falo en la raja de mi culo y empecé a temerme lo que vendría después.
-Ahora apóyate en el altar- me susurró en el oído.

Le hice caso. Me apoyé donde me había dicho con los codos flexionados y el culo en pompa. En la postura en la que me encontraba, podía contemplar claramente al cristo crucificado que presidía la iglesia y su cara, iluminada por la vidriera rojiza que había en la pared de enfrente, parecía la de una persona avergonzada por tener algún pensamiento libidinoso. No pude evitar recordar que Jesús nunca se casó y todos sus apóstoles eran varones.

Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo cuando sentí que  Julián empezaba a restregarme un dedo húmedo por el ano. Me hacía pequeños círculos, pausadamente, dejando que todo se humedeciera bien.  Pronto, el dedito comenzó a hacer presión hasta que se metió. Qué sensación más rara, era algo incómoda pero, sin saber por qué, me daba gustito.  Dejó el dedo un rato ahí, sin moverlo y, cuando ya me había acostumbrado tanto a él que ni lo notaba, repitió el mismo proceso con otro dedo hasta que me metió tres. Me gustaba aquello pero Julián se cansó y me los sacó todos.
-Ha llegado la hora de redimirte pecador. Recibe mi sagrado cuerpo para poder ir al paraíso con nuestro amado Dios.- Dijo por todo lo alto el cura recién convertido en Mesías.

Y sin ningún tipo de vacilación, como el juez cuando juzga, metió su pene donde antes tuvo los dedos. No era muy grande, pero se notaba perfectamente su presencia y ¡Cómo me gustaba! Me sentía muy bien teniéndole a él dentro y mejor se sintió cuando empezó a moverse. ¡Qué gustito! Nunca imaginé que se pudiese sentir tanto placer haciendo eso en ese sitio. Y él parecía disfrutar más. No podía verle la cara, pero se notaba en sus gemidos, que aumentaban de volumen a medida que él aumentaba el ritmo.

Quise tocarme, pero retiró mi mano y la sustituyó por la suya. ¡Qué sensación! Nunca antes había sentido tanto gusto. Oleadas de placer como corrientes eléctricas inundaban mi cuerpo y se hacían más intensas cada vez que me embestía. Me sentía en el paraíso, lleno y en comunión con el mundo. Julián gemía como nunca antes lo había hecho. Su ritmo se volvió frenético hasta que, con un grito ahogado, me la clavó hasta el fondo y la dejó allí inundándome las tripas. ¡Qué placer! Eso fue lo que colmó el vaso y ya no pude contenerme más. Me corrí yo también, de una manera brutal pringando sus manos con mi semilla. Pero él no paró ahí, bombeó durante un pequeño rato más hasta que se cansó y quedó tumbado sobre mi espalda.

 No me la sacó, me la dejó dentro hasta que su circulación se relajó y salió por ella misma. Los dos nos incorporamos y comenzamos a vestirnos cuando, de repente, oímos los chirridos de las bisagras y el golpe de la puerta que se cierra. Nos miramos el uno al otro.
-Alguien nos ha visto- Susurró Julián asustado.
-¿No cerraste la puerta con llave?- Le pregunté incrédulo.
-No.

Los dos nos quedamos helados ante la evidente verdad. Nos habían pillado y no sabíamos quién era. Salí corriendo para intentar descubrir al espía. Llegué hasta la puerta, alargué la mano para girar el pomo y me eché atrás en mi intento de descubrir quién había sido. No podía salir a la calle, aun estaba desnudo. Para cuando me hubiese vestido, encontrarle sería imposible. Volví a donde estaba Julián y comencé a vestirme. Él hizo lo mismo.

jueves, 17 de febrero de 2011

Me follé el cadáver de mi madre

  
                Nunca perdonaré a la puta de mi madre. Nunca le perdonaré todo lo que me hizo. Desde que tengo memoria, no tengo ningún recuerdo bonito de ella, sólo basura. Lo único que viene a mi cabeza cuando escucho su nombre son  las imágenes de los palos que me pegaba y el sonido de los insultos que me llamaba. La odio y la odiaré siempre. La vida fue una puta mierda para ella y, como no podía vengarse del mundo, ahí estaba yo, su pelele, para pagarlo todo.
               
                Y aquel día volví. Un vecino había llamado quejándose del mal olor que había en la casa y del mucho tiempo que hacía que no veía a mi madre. Cuando me lo dijo, supe de sobra qué había pasado  y volví allí por última vez para verlo con mis propios ojos. Al abrir la puerta, el olor a podredumbre y las moscas me provocaron nauseas. Me hubiera largado de allí, pero tenía que verla; lo necesitaba. Paso a paso, disfrutando el momento, caminé hasta el lugar del que venían los bichos.
               
                Allí, estirado sobre la cama, estaba lo que tantos años ansié ver.  Bastante demacrado y algo amoratado, el cadáver de mi madre se había llenado de gusanos, lombrices y moscas. Por la caja de pastillas y la nota que había al lado en su mesita de noche,  supe que se había suicidado. Con 52 años, quitando lo mal de la cabeza que estaba, su salud era de hierro.
               
                Leí la nota y la bilis me hirvió. ¡La muy zorra me pedía perdón por todo lo que me había hecho y rogaba a Dios que la acogiera en su regazo! ¡Hija de puta! ¿De qué coño me sirve a mí que se arrepienta ahora? No pude evitar gritar y tirarme de los pelos. Era tanto el odio que sentía hacia ella y era tanta la rabia que me dio que se disculpase después de muerta, que no sabía cómo calmarme. Miré un momento su cadáver y, en un impulso, estampé mi puño en su cara.
               
                Aquello me alivió mucho, aunque la sensación fue algo extraña; era como hundir un puño en un cuenco lleno de gelatina con tropezones. Cuando lo retiré, se me había quedado pegado un gusano aplastado y quedó impreso el relieve de mis dedos en su cara, dándole un aspecto mucho más adecuado a como era ella. ¡Un monstruo!
               
                Me olí la mano y, sin saber por qué, me excité. Olía fatal, carne vieja y podrida, pero mi polla se levantó igual. Miré el cadáver y una sonrisa perversa se dibujó en mi cara. Ella siempre había sido una beata de misa semanal y creía que a los muertos se les tenía que respetar. Se iba a enterar.
               
                Busqué unas tijeras por la casa y, con mucho cuidado de no dañarla,  le quité toda la ropa. Fue algo difícil por que había sitios donde la tela se había pegado a la piel y, cuando la retiraba, se quedaba pegada.  Cuando finalmente estuvo desnuda, el cuerpo gordo y flácido, como una medusa muerta en la arena, quedó a la vista. Tenía el cuerpo lleno de los mordiscos de unos gusanos negros, parecidos a unas babosas muy gordas  y en las orejas, la nariz, la boca y el coño tenía otros que se parecían más a fideos gordos.
               
                Daban ganas de vomitar, pero yo seguía con la polla tiesa. Me desnudé sin dejar de mirar su cuerpo y sin dejar de relamerme los labios. Iba a profanar su cadáver y ella no iba a poder evitarlo. ¡Qué se joda! Me acerqué a ella y separé sus piernas sin poder evitar que mis dedos se hundieran en sus muslos podridos. Retiré una de las babosas de su coño y limpié un poco los gusanos que había allí. Aquello olía bastante mal y un líquido marrón oscuro llenó mis dedos. Me tumbé sobre el cadáver e intenté meterla. No cabía. El cuerpo de la puta debía haberse hinchado y mi polla no entraba en su coño. Le di otro puñetazo en la cara para calmar mi rabia y le hundí una oreja.
               
                Volví a incorporarme, de rodillas entre sus piernas, y metí mis dedos por su agujero para abrir un hueco donde meterla. Es bastante fácil abrir hueco en un cadáver, sólo hay que hacer un poquito de presión. Saqué los dedos y limpié en las sábanas los restos de cadáver que se me habían quedado pegados. Volví a tumbarme sobre mi madre y, muy despacio para disfrutar del momento, le metí la polla hasta que mi pubis chocó contra el suyo.  Estaba fría y húmeda y podía notar como algo viscoso se movía por ahí dentro erizándome el vello de gusto.
               
                Empecé a moverme sobre ella lentamente, no quería hacerle daño a mi queridísima madre. Sacaba la polla hasta que quedaba completamente fuera y la volvía a meter. ¡Qué gusto! Me sentía en la gloria jodiendo a aquella hija de puta. ¡Al fin podía devolvérselo todo! Mientras me la follaba recordé todas las cosas malas que me hizo, todos aquellos años de sufrimiento e, inconscientemente, le di más caña. Cada vez la metía y la sacaba más rápido, sin contemplaciones y con un ritmo frenético. ¡Qué placer!
               
                Estuve a punto de correrme pero no quería terminar con mi venganza tan pronto. Saqué mi polla de su coño y volví a hincarme de rodillas entre sus piernas. ¿Qué más podía hacerle a esa puta? ¿De qué forma podía profanar su cadáver todavía más? Una sonrisa volvió a dibujarse en mis labios. Levanté la mano izquierda y miré mis dedos. Estaban marrones y llenos de carne podrida entre las uñas. Con un apretón fuerte y rápido, hice presión con dos de ellos sobre su ombligo hasta que le abrí un nuevo agujero. El líquido empezó a brotar de ahí y pude notar perfectamente sus tripas.
               
                Recoloqué sus piernas y me senté a horcajadas sobre ella momentos antes de volverme a tumbar y metérsela. ¡Qué delicia! Todo era tan viscoso y húmedo que daba mucho gusto. Pero no me bastaba. Quise profanar su cuerpo aún más y, sin ningún tipo de asco, morree vigorosamente a mi madre, metiéndole la lengua hasta el fondo e impregnándola con mi saliva.  Cuando me despegué de ella, trocitos de su piel se quedaron pegados en mis labios y yo, inconscientemente, me relamí y me los metí en la boca. ¡Qué asco! Sabían a rayos, así que escupí todo lo que pude dejando que su cara se llenase de mis salivazos. Su cara quedó irreconocible. Era un amasijo de huesos rotos, trozos de carne y fluidos.
               
                Seguí bombeando, deleitándome con el gustito extra que me producían  los gusanos moviéndose sobre mi polla. Era como meterla en una vagina que  tuviese cientos de lenguas pequeñitas. ¡Qué morbo! Nunca antes me había excitado tanto. Bombeé más rápido, a un ritmo demencial. Mi vientre chocaba contra sus tetas, aplastándolas y desfigurándolas.  Empecé a gemir como un animal mientras mi polla entraba y salía. Con un grito, la empujé hasta el fondo todo lo que pudren su vientre y me corrí ahí dentro. ¡Qué placer!
               
                Me tumbé sobre mi madre mientras recuperaba el aliento.  Había logrado saciar mi rabia y me sentía contento. Mi polla, poco a poco, se puso flácida. Me reí. Me habían dado ganas de mear y no iba a desperdiciar la oportunidad de darle un último regalo a mi madre, así que hice lo que tenía que hacer dentro de ella. Me levanté, me di una ducha y me vestí. Le di un último vistazo a mi madre y me marché de allí para no volver nunca más.

miércoles, 16 de febrero de 2011

El cura y yo

               Hará ahora unos tres años que mi mujer y yo dejamos de vivir juntos. Llevábamos casados cuarenta y cinco años y un día, cuando regresé de jugar a la petanca con mis amigos, encontré una nota en la que me explicaba que se iba a casa de nuestra hija pequeña y que no volvería. Todo un detalle, teniendo en cuenta lo enfadada que estaba conmigo desde hacía tres meses. Y todo por culpa de aquel maldito cura.
               
Se llamaba Julián y era el párroco de la iglesia de nuestro pueblo desde pocos años antes de que mi mujer y yo nos casáramos. Todos los de mi edad le conocíamos puesto que, por la época en la que apareció por allí, más nos valía ir a misa. Si no, algún acólito del generalísimo podía sentirse incómodo y causar problemas. Él era de lo más normal salvo que era más simpático y encantador que su predecesor. Tendría unos veinticinco años, más o menos como yo, era delgado y bajito, de pelo castaño y ojos azules, con boca pequeña y rasgos poco viriles.
               
Al principio, mi relación con él era la normal entre un cura y uno de sus fieles menos interesados pero, a medida que la boda se acercaba, mi, por aquel entonces, novia insistía en ir a visitarle para prepararnos para el importantísimo paso que estábamos a punto de dar. Sobra decir que mi mujer ha sido siempre algo beatilla y, probablemente gracias a ello, tardó lo que tardó en dejarme. Está claro que aquellas soporíferas sesiones con el cura no sirvieron de nada y que éste fue completamente incapaz de inculcarle “lo de la salud y la enfermedad hasta que la muerte os separe”. Pero no se le puede reprochar nada, mucho antes de que ella pronunciase el “sí quiero” tanto el cura como yo habíamos violado las leyes divinas.
               
Todo comenzó un día que fui a visitar al cura a la iglesia por petición suya para, según él, preparar la inminente boda.  Llegué tarde porque tenía que trabajar y por eso el lugar se encontraba vacío.  Estar solo en esa iglesia, iluminada escasamente y con esa decoración tan particular que te hace sentirte observado, era como estar en un lugar prohibido, cosa que le otorgaba al sitio un toque morboso bastante excitante.
               
Estaba cavilando sobre estas tonterías cuando, de repente y dándome un enorme susto, apareció Julián.
                -Buenas noches Francisco.
                -Buenas noches padre.
                -¿Qué tal el día?
                -Lo normal, un poco agotador. ¿Y el suyo?
                -Bastante tranquilo, lo necesario para servir al Señor.- Me dijo completamente seguro de su propia importancia.-  ¿Qué te parece si nos sentamos ahí?- Preguntó señalando los bancos de la primera fila.
                - Buena idea- Contesté caminando hacia ellos.-Estoy algo cansado.
                - Bueno, cuénteme qué le atrajo  de Asunción- Dijo a la vez que se sentaba.
                - Lo buena persona que es.
                -Sí, es una gran cristiana.
               
Así fue como comenzó una larga conversación en la que me preguntó por mi vida y me contó la suya.  Todo un rollazo si no hubiese sido por lo que me soltó al cabo de casi una hora. Yo, sólo le había contado aquellos aspectos de mi vida que no me importaba que se supiesen. Por nada del mundo quería tener problemas, por lo que ocultaba todo aquello que no estaba bien visto. Sin embargo, parece que él no tenía ningún inconveniente en contarme sus secretos más íntimos.
                -Desde joven he sentido atracción por los hombres- Me confesó el cura de improviso dejándome anonadado.
                -¿De verdad?- Fue lo único que se me ocurrió decir en aquel momento.
                -Sí- Se rió y me guiñó el ojo- Era un poquito pecador.
               
No me lo podía creer. A un cura le ponían los tíos. Aunque tampoco era tan raro. ¿Qué clase de gente iba a renunciar a casarse con una mujer y a meterse en un lugar donde le tienen separado de ellas? Que pillo el cura, a saber qué habría hecho en el seminario. El simple hecho de pensarlo hizo que se me dibujara una sonrisa en los labios que pareció incitar al cura a contar más.
                -Antes de hacerme cura era todo un experto complaciendo a mis amigos- Me confesó mirándome de una forma rara, casi lasciva.- ¿Lo has hecho alguna vez con un chico?
               
Aquella pregunta me puso nervioso. Sí que lo había hecho con hombres, y me encantaba, pero esas cosas no se iban contando por ahí en aquellos días. Además, ese cura, que era algo guapito, hablándome de esas cosas y mirándome de aquella manera empezaba a excitar mi fantasía. Y mis pensamientos se hicieron evidentes en mi entrepierna.
                -¡Qué grande!- Exclamó Julián poniendo su mano sobre ella y haciéndome dar un gemido.
               
Eso era lo que me faltaba, que el cura de mi pueblo me tocara la polla. Pero lo hacía bien y, sin pensar en las posibles consecuencias, le  dejé seguir con la tarea.  Se acercó un poco más a mí para estar más cómodo y comenzó a masajeármela con una gran maestría.  Deslizaba la palma de la mano de arriba hacía abajo, por encima de la tela y volvía a subir repitiendo el movimiento lentamente. Estuvo así un rato hasta que, con la mano que tenía libre, empezó a hacerme presión para que me tumbara sobre el banco. En cuanto lo hice, dejó de toquetearme ahí para abrirme la bragueta y deslizarme el pantalón hasta las rodillas. Su acción, dejó a la vista de todos los santos de la parroquia mi pene que, aunque no era muy grande, estaba bien proporcionado y apetecible.
               
Julián se sentó en el suelo a la altura de mi entrepierna y volvió a acariciármelo, pero esta vez en contacto directo con mi piel. Utilizaba las cinco yemas de sus dedos que deslizaba suavemente sobre mi pene hasta que se decidió a agarrármela con la palma de la mano. ¡Qué suave era por Dios! Con ella, me deslizaba el prepucio arriba y abajo mientras que su pulgar esparcía pausadamente el líquido preseminal alrededor de mi glande. Toda una delicia.
               
Pero la situación todavía podía mejorar. El cura se puso de rodillas deleitando su vista con mi pene y, como si se dispusiera a hacer penitencia por el pecado que estaba cometiendo, se empezó a agachar hasta que sus labios se posaron sobre mi frenillo. ¡Qué gustito sentir esa piel sobre mi! Era genial y encima el airecillo de su respiración lo incrementaba. No tardó mucho en deslizar sus labios, sin despegarlos el uno del otro, por la parte expuesta de mi virilidad. Dejaba caer saliva pringándomela entera y provocando que sus labios se deslizasen mejor y, cuando estuvo bien mojada, abrió la boca y aprisionó el tronco como un perro con su hueso. Después, deslizó su boca sobre ella hasta que alcanzó la punta, que lentamente introdujo en su boca. ¡Qué calentita estaba! Y ¡Cómo movía la lengua! La agitaba sobre mi glande con movimientos circulares restregándola por toda la superficie y provocándome aullidos de placer.
                -¡Ahhhhhhhh!- Gemí mientras mi cuerpo se contraía cuando, de un solo golpe, se la metió hasta el fondo.
               
Era verdad que era todo un experto complaciendo a los hombres. Se la sacaba y se la volvía a meter hasta que sus labios tocaban mi pubis y, cada vez que repetía la operación, aumentaba el ritmo.  Lo estaba haciendo tan bien que no hubiese tardado en correrme si no hubiera sido porque, de repente, paró. Me incorporaba para protestar cuando él apoyó su mano sobre mi pecho y me dijo:
                -Tranquilo, ahora viene lo mejor.
               
Y, sin decir más, comenzó a desnudarse parsimoniosamente delante de mí, arrojando su ropa al altar y dejando ver un delgado cuerpo sin vello, excepto en las axilas y en el pubis, y con un pene pequeño que en esos momentos se encontraba apuntando hacía el cielo. Era precioso y, si todavía era posible, me excité más al verlo. Cuando se cansó de dejarse observar, se acercó a mí y me quitó la ropa. Primero los zapatos, luego los calcetines, los pantalones, los calzoncillos y, por último, la camisa. Estábamos los dos tal y como Dios nos trajo al mundo y en su propia casa. Todo un placer al que uno difícilmente puede resistirse. Y nosotros no lo hicimos.
               
Julián me obligó a incorporarme y acercó su lampiño culito a mi cara. Coloqué cada una de mis manos sobre sus nalgas y se las masajeaba mientras acercaba mi boca a su ano. Cuando estuvo lo bastante cerca, separé los dos cachetes y posé mi lengua justo en el centro del agujero provocándole una contracción. Estaba claro que le gustaba y no iba a privarle del placer por lo que se la restregué por todo el ano, apretando de vez en cuando para que entrara. Al principio no lo logré pero, una vez que se relajó, consiguió entrar. ¡Y qué delicia! Su culo me sabía en ese momento a gloría pero, por segunda vez, el placer fue interrumpido abruptamente.
               
El salido cura se dio la vuelta, me miró y sonrío con una cara de felicidad infinita. Se sentó a ahorcajadas sobre mí apoyando cada una de sus piernas sobre el banco y, con la mano izquierda, me agarró la polla. La colocó apuntando a su agujero y comenzó a hacer presión sobre él para que entrara. Costó un poquito pero, cuando se deslizaba lentamente por primera vez dentro de esa cavidad estrecha, esponjosa y caliente, creí que me desmayaba del gusto. Por suerte no lo hice y pude disfrutar de mucho más. Cuando entró entera, paró un momento para dejar que su cuerpo se acostumbrara al nuevo músculo. Tenía los ojos cerrados y quedaba claro que la penetración le molestaba un poco. Pero consiguió sobreponerse y comenzó a subir y bajar lentamente sobre mi pene.
               
Al principio seguía un ritmo lento pero, al cabo de un rato, se abrazó a mí y lo aumentó hasta casi hacerlo frenético. Era genial lo que hacíamos. Me encantaba sentir su boca mordisqueándome el cuello,  su pene en mi barriga haciendo presión y el mío haciéndosela a él. Estaba en el paraíso y las sensaciones comenzaban a hacerse desbordantes. El placer era casi insoportable y mi cuerpo se contrajo cuando sobrevino el orgasmo. ¡Qué placer sentir como escupía mi semilla dentro de ese culito!
               
Pero, a pesar de que yo había eyaculado ya, todavía no habíamos acabado. Aún quedaba él que empezó a frotarse de una manera demencial hasta que finalmente me pringó todo el pecho de semen.  Cuando recuperó el aliento, me dio un tierno beso en los labios, se levantó y nos vestimos.
               
Dos semanas más tarde él nos casó a mi mujer y a mí actuando como si nada de lo  que hicimos hubiese ocurrido. Aunque, en el momento de preguntar si había alguien que se opusiese al enlace, me miró y me sonrió con su sonrisa más traviesa. Nunca nadie se enteró de nuestro escarceo en la iglesia hasta que, arrepentido de sus pecados, decidió confesarle a otro de los suyos lo que habíamos hecho y éste consideró que mi esposa debía saberlo.